sábado, 14 de noviembre de 2020

LA PARTIDA DE AJEDREZ


El hombre sentado en su atalaya, miraba atentamente las tropas formadas ante él. Desde el otero en el que se situaba, podía ver a su contrincante en similar posición. Su mente estaba llena de estrategias pero intuía que esta vez nada sería igual para ambos. Había pasado revista a sus fuerzas, corregido su formación, dado las instrucciones debidas, revisado planos y directrices, preparado todo aquello que debía tener a mano para servirse durante la batalla, que se adivinaba larga y agotadora. Alzó los ojos hacia el oponente, que hizo lo mismo, se miraron profundamente, se conocían demasiado como para suponer que aquello sería un dulce paseo por una nueva guerra, sabían de sus gustos, conocían sus debilidades, habían estudiado juntos estrategia, habían practicado miles de veces, se habían enfrentado a cientos de contrincantes. No se consideraban enemigos, no lo eran, tampoco amigos, no podían serlo. En juego estaban demasiadas cosas como para tomarlo como otra simulación, como una clase práctico-teórica, como si fuera una partida más. Los segundos transcurrían sin que nada pasara, las tropas se inquietaban aunque no dejaban traslucir su nerviosismo, firmes, impasibles, plantadas en su sitio. Una voz como de ultratumba les avisaba del pronto inicio del enfrentamiento. Ambos volvieron a mirar a sus ejércitos... al frente la Infantería desplegada en horizontal, la estrategia teórica más elemental aconsejaba el cambio de posición a una punta de flecha pero ¿por qué lado iniciarla? ¿al centro? ¿a la izquierda? ¿a la derecha? ¿qué haría el contrario? ¿cómo iniciaría la batalla el ejército oponente? ¿cómo se defendería al mismo tiempo que desplegaba su ataque? ¡ahí estaba el secreto de la victoria! La Caballería estaba preparada para actuar si fuera necesario, saltando incluso por encima de sus compañeros para asentar las posiciones. Desde las Torres se vigilaban los movimientos de las tropas propias y ajenas, preparadas para replegarse y proteger su pieza más valorada, enrocándose en una maniobra mil veces calculada, hecha a tiempo, ni antes ni después, para no afectar a la estratagema propia y destrozar la contraria. Y los Alfiles, nobles señores, se apostaban para realizar sus rápidas avanzadillas y luego replegarse con igual velocidad en caso de peligro, para defender a sus señores, que quedaban en retaguardia protegiendo la bandera y la honra de su propio Ejército. La Reina miró al Rey, era tan poco y era tanto a la vez, Él, que lucía la corona de puntas más alta, sabía que dependía totalmente de ella, porque ella era en realidad, la que más podía conseguir de sus tropas y contra sus enemigos, ella, que aunque cayera no significaba que la guerra hubiera terminado, era la más importante guerrera de todo el escenario, ella, sin la cual, el Ejército entero se tambaleaba. Si el Rey caía, caía el reino entero, pero si la Reina caía, el Rey sabía que estaba a un paso de la muerte, con un pie y medio en la tumba, porque la Reina lo era todo y aún así, se exponía más que Él, incluso se abalanzaba en busca del enemigo, al que dar la muerte definitiva y poder hacerse con el reino contrario. La voz en off volvió a atronar dentro de los cerebros de los expectantes contrincantes, había llegado el momento, todos atentos, todos en silencio, todos pendientes de la mano que lentamente bajó para accionar el reloj mágico que marcaba el tiempo de cada jugada, un minuto máximo, si no, pasaba el turno. Comienza el ejército blanco y el contrincante que lo dirige ve cómo la mano invisible da un certero golpe en el cronómetro de mesa y éste empieza a correr frenéticamente, pero no le va a pillar desprevenido, es el inicio y todo está por hacer, así que manda avanzar a la Infantería, con el sargento por delante, al frente, como los valientes. "A la batalla" resonó en el recinto y la mano del primer contrincante, el del ejército blanco, se lanzó contra el cronómetro, un botón saltó con su golpe y el otro contrincante supo que era su turno, ¡adelante!, mandó salir a la Infantería, pero él prefirió escoger en la línea a un soldado presuntamente inofensivo. Rápidamente, el contrincante del ejército negro lanzó su mano también para golpear el cronómetro con energía, con una fuerza que rebelaba su deseo de ganar, su ansiedad por ver llegar la victoria trotando sobre su Caballería, ondeando en las Torres que protegían a su Rey, mientras la Reina cobraba las cabezas enemigas una tras otra acompañada de los Alfiles. Claro que ambos generales pensaban igual, tenían los mismos deseos, parecidas estratagemas, se conocían demasiado, habían estudiado y batallado juntos muchas veces. Pero ahora sólo podía quedar uno, tenían que ser despiadados, olvidarse de la amistad, olvidarse del tiempo pasado juntos, olvidarse de sí mismos incluso, de sus familias y de sus recuerdos. La batalla era el final de la guerra y el que se alzase con la Corona Real del otro lado y color, sería el único... demasiado premio como para despreciarlo, toda la vida preparándose para esto, ahora era la hora. El blanco mandó salir a un cabo, quedando por detrás del sargento, mirando al flanco por el que había avanzado el soldado enemigo. Y éste, le dijo al Alfil que se asomara. ¿Qué pretende? se dijo el contrincante blanco. ¡Demasiado básico! se dijo el contrincante negro, mientras veía cómo su enemigo lanzaba el Caballo por encima de la linea de Infantería, amenazando con un salto posterior hasta cerca de su territorio. Las respectivas manos que ordenaban el movimiento de las tropas, iban con velocidad y decisión contra el cronómetro de la mesa, lo golpeaban y hacían saltar el botón del contrario, casi lo dejaban caer del fuerte impulso con el que golpeaban, aunque solo querían accionar el resorte del minuto, sorprender al enemigo sin una decisión tomada, ponerle nervioso para que no diera con la solución y así ganar un turno que podía ser decisivo, o que se equivocara por la rapidez al tomar un camino erróneo que le condujera a la derrota. Ninguno de ambos tardó nunca más del minuto, por el contrario, generalmente les sobraba tiempo sobre el estipulado. La dama negra, su querida Reina, se asomó a la primera línea por detrás del soldado. Y cuando todo parecía tan sencillo, la estrategia sufrió un vuelco casi suicida. Los movimientos se sucedieron en segundos, casi tardaban más los cambios en el cronómetro que los avances y requiebros de las tropas en ambos ejércitos. Se percibía el esfuerzo, el sudor corría por sus frentes, el ardor guerrero estaba en sus máximos niveles, la batalla se presentaba encarnizada y la sangre, a poco, comenzó a correr entre los cuadros del suelo. ¿Media hora? ¿fue sólo media hora? o quizá algún minuto más, pero todo acabó de repente, como había comenzado, con un silencio eufórico para el ganador y abominable para el perdedor. La cabeza del Rey derrotado cayó al suelo y las tropas enemigas, las vencedoras, o lo que quedaba de ellas, corrieron a recoger la corona y cuando la tuvieron en sus manos, comenzó el griterio y el llanto. Gritos de felicidad, de victoria, de "lo logramos" y lágrimas por los caídos, por la derrota, por el reino perdido. Lo contrincantes se miraron, estaban exhaustos, su ropa estaba sudada y sucia, olían a guerra, a esfuerzo, a victoria o derrota o viceversa. Les dolía la cabeza. Pero no diremos quién ganó a quien, eso no importa, lo importante es la batalla, el ganador da igual, lo importante es la guerra, el derrotado da igual. Murieron guerreros, se perdió un reino que desapareció en los anales de la Historia y perduró otro más grande. Y eso es lo que importa.

Los auxiliares salieron al tablero a recoger los restos humanos en carretillas, para luego limpiar con agua y cepillos el lugar, antes de que se secara la sangre. El público atronaba en las gradas. Otro sábado noche más de apuestas, unos pierden y otros ganan. Los luchadores vencidos y los mal heridos de cualquiera de los dos bandos, serían cuidados para que estuvieran listos en siete días, para la nueva cita. A los muertos los echarían de menos pocas personas. Una vez más, la raza de los esclavos habían divertido a la raza de los comunes, mientras la raza de los dirigentes mandaba las tropas humanas y comía y bebía lo que apenas nadie sabía que existía, refugiados en sus palcos acristalados desde los que observaban el espectáculo. La masa reía, gritaba, se peleaba, disfrutaba de su escasa "libertad" durante unas horas, como cada semana, antes de enfrentarse a una más, que comenzaba el mismo día siguiente, domingo, que dicen los anales que fue festivo entonces, hoy, primer día de la semana laboral. El Nuevo Mundo S.A. permitía este dispendio, un solo día de descanso. Sobre el tablero, peleaban por otros siete días más de vida, los disidentes, los que se negaban a seguir la Ley que el Gobierno elaboraba para todos, por el bien de todos, tras el desastre que se llevó por delante al Mundo, el gran tablero de Ajedrez sobre el que se libró la Gran Batalla. Así estaban las cosas. Así iban a seguir. El mini grupo de los contrincantes, los generales que dirigían las tropas, se reunían para comentar lo acontecido esa noche, su única función: preparar la batalla del sábado, organizar las tropas y mandarlas a la batalla. Esa era su vida, para eso había servido su alta cualificación, para eso... Nada más que comentar, sobrevivir era la misión.

El perdedor se ajustó las gafas tras lavarse la cara ante el espejo. A veces se preguntaba... a veces querría... pero solo a veces. La humanidad... eso era Nuevo Mundo S.A. 


@ 2021, by Santiago Navas Fernández 

@ 2020, by Santiago Navas Fernández


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