viernes, 7 de agosto de 2020

ALONE AGAIN (continuación de SORPRESA)



LA NIÑA

No está mal, no, nada mal. Cuando me quedé solo en este edificio, creí morir de miedo. Todos los ruidos me parecían sospechosos, ruidos que había escuchado siempre sin oírlos, como a veces me pasaba con las charlas del profesor o con los sermones de la Iglesia, ¡oh, caramba!, hasta con ciertas conversaciones cotidianas en casa, ahora lo sé, por qué mi madre extendía el brazo y me soltaba un pescozón por no responderle cuando me preguntaba.

Así es, lo escuchaba sin oírlo y por tanto, sin enterarme de nada. Pues igual ocurría con el crujir del edificio en el silencio. Cada noche, chasqueaban las paredes, se ahuecaban los aislantes tras la pared, la madera se estiraba en la escalera... pero jamás había prestado la atención necesaria porque la tele, el ordenador, la música, o la conversación de alguien me lo impedía. Pero ahora, en el más absoluto silencio, todo se me hacía un mundo y, literalmente, me cagaba la pata abajo.

Necesitaba recorrer hasta el último rincón el edificio, había visitado casi todos los pisos y estaban vacíos. Pero había puertas sin abrir, debía entrar y comprobar qué existía al otro lado. Abajo, en el sótano, había un almacén o algo así, lo sé porque se lo oí decir a mi padre. Los vecinos estaban indignados, no sé de qué hablaban, pero lo hacían muy enfadados. Fuese lo que fuese, no les gustaba o eso creían. El caso es que aquella puerta jamás se abría, porque el propietario entraba directamente de la calle por otra puerta hacia el exterior, así que no cabía asomarse o ni siquiera denunciar, ya que solo tenían indicios.

En el segundo piso vivía el fulano con su mujer y una hija, un poco más pequeña que yo, aparentemente, porque resultaba imposible relacionarse con ella. Sus padres no la dejaban juntarse en el jardín privado de la urba, ni parase a hablar en las escaleras y cuando iba al colegio o volvía de él, siempre iba acompañaba de su madre, como un sargento, sólo le faltaba el mostacho, eso si ibas solo, o te colabas con ellas en el ascensor sin darles tiempo a decir "¡no, sube tú, guapo, nosotras esperaremos al siguiente!", como si fuera el metro.

Si te cruzabas con ellas e ibas con tus padres, entonces la bruja se volvía de miel, hablaba con mi madre, o si iba su padre, con el mío, aunque entonces había una tensión constante; pero imposible decir hola a la niña, mirarla como mucho y disimulando para que la sargento no te viera, porque entonces pegaba un tirón de la mano de la pobre criatura y la escondía detrás de su orondo cuerpo. Ella, tímida o atemorizada, jamás dijo nada, aunque sé que a hurtadillas nos miraba al resto de chicos y chicas de la vecindad, por la ventana o al cruzarnos, pero nos miraba.

La puerta estaba cerrada a cal y canto y la cerradura parecía imposible de forzar, así que adopté la paciencia como principal arma. Entre todos los pisos había conseguido un buen botín que ocultaba en el interior del armario disimulado de mi habitación, por si alguien entraba en el edificio que no me encontrara ni a mí, ni a mis escasas pertenencias, pero sobre todo mis vituallas ¡me iba la vida en ello!. Y también contaba con algunas herramientas, tomé un punzón y un martillo de goma y me dediqué día a día a golpear la madera en torno a la cerradura, ya que con ésta no podía, quería sacarla entera. Era un plan, podría haber otros y mejores, seguro, pero este era mi plan, sólo requería tiempo y de eso tenía mucho.

Silenciosamente fui horadando la madera y cuando llegué a calar, al cabo de tres meses de incansable tarea, me llevé una alegría, salté y amagué con gritar, pero me abstuve muy mucho de hacerlo. Al final, la cerradura se quedó encajada en su sitio, mientras que empujaba la puerta serrada y la abría. El piso estaba intacto, por un momento temí que saliera la sargento como una fiera de detrás de un sofá, pero no, no se oía una mosca.

La despensa estaba a rebosar, el frigorífico funcionaba y tenía muchos productos frescos e incluso había basura sin pudrir ¿¿??

Claro ¡allí había alguien!. Me costó varios días encontrarla y sí, era la niña, tal y como os habéis imaginado. "Hola" le dije. Me respondía tan escuetamente como yo me había dirigido a ella. "Sé que al final alguien me encontraría". Le pregunté qué hacía ahí, dónde estaba su madre (a punto estuve de soltar lo de la sargento) y su padre. 

- Mi padre desapareció, estaba en sus cosas cuando todo ocurrió y no volvimos a saber de él -dijo-. Mi madre está ahí encerrada.

Miré hacia la puerta que señalaba, no se oía nada; me acerqué y pegué la oreja, toqué con los dedos en la madera, tardó unos segundos, pero sentí que algo se acercaba jadeando cada vez más fuerte y nítido, el empuje que hizo contra la puerta cuando llegó me hizo saltar hacia atrás. La sargento estaba allí, no había duda. Volví a tocar con los dedos y escuché su lamento animal.

- Ni se te ocurra abrir ¡con lo que me costó encerrarla!

La atacó, me contó. Estuvo fuera, bajó al almacén a por provisiones y a la vuelta, la atacó ¡su propia madre!, pero con su agilidad consiguió llevarla a esa habitación la esquivó con mucha pericia y al salir cerró y echó la llave a la puerta. Dos cosas me sorprendían ¿una puerta con llave dentro de un domicilio privado? y ¿"al almacén a por provisiones"? ¿tenían provisiones?


EL ALMACÉN

- Creó que he metido la pata, nunca debí decírtelo. Lo de las provisiones, lo otro es muy sencillo, era el despacho de mi padre y tenía llave porque a veces guardaba ahí cosas muy valiosas e importantes, eso decía.

- ¿Y...? -pregunté, como si a mi me importara un comino el despacho.

- Mi padre era almacenero, bueno, no se dice así, pero almacenaba comida y luego la vendía o la usaba en su comercio. El almacén es el que está abajo, el que los vecinos no queríais porque olía raro, es verdad ¡a comida! Está repleto hasta el techo y tiene una cámara con comida fresca...

- Pero... si hace más de una año que no hay luz.

- Cierto, pero mi padre tenía su propio generador, con eso también funciona el frigorífico del piso, así que está todo intacto, pero congelado y nosotras lo subíamos poco a poco para consumirlo. Puede haber para bastantes años.

No me lo podía creer, era como enterarte de que ganaste el premio de la Lotería al cabo de un mes, del peor de tu vida, pero no tenías que haber pasado por tanto y ahora lo sabes, de repente. Solo me faltó ponerme la camiseta vuelta sobre la cara y hacer el avión por toda la sala, pero la prudencia que había aprendido a valorar, me lo impidió.

Iniciamos entonces una entrañable amistad, me contó que desde lo de su madre no había bajado al almacén porque su madre llenó el frigorífico de comida fresca y el congelador también; junto con algunas cosas enlatadas, había soportado estos meses. Yo alucinaba. También me contó la envidia que sentía de vernos jugar en la calle y ella no poder, pero su padre decía que ella era demasiado para cualquier pelanas de la vecindad y que la aguardaba un destino mejor si sabía esperar la oportunidad, él se encargaría del asuntos, incluido encontrarla un marido adecuado. Y su madre era la ejecutora policial de esta política de aislamiento.

Nos hicimos amigos, pero no novios, que se os ponen los ojos como los de un lagarto sólo de pensarlo. Cada uno vivíamos en nuestro piso, arreglé la puerta del suyo, simplemente abrimos la cerradura y cambiamos la hoja dañada por una nueva e intacta que había en el cuarto piso, quedó bien salvo por el color y el estilo, cada puerta era de una tendencia distinta. Pasábamos buena parte del día juntos y compartíamos los alimentos, dándole prioridad a lo más caducable.

Subíamos a la azotea, jugábamos al escondite, leíamos, veíamos viejas películas en VHS. Ella dijo que en el despacho de su padre había más, pero no quisimos arriesgarnos a entrar, aunque yo sabía que antes o después lo deberíamos intentar. Eramos felices y lo pasábamos bien. A una determinada hora, antes de anochecer, nos despedíamos, ella cerraba su puerta a cal y canto y yo me subía a mi armario secreto, que ella sí conocía. Hasta el día siguiente que nos volvíamos a reunir. Estábamos genial, pero al final, se nos acabó el condumio, había que bajar al almacén.

Nos dispusimos a hacerlo juntos. No había más precaución que teníamos que llevar linternas, ella tenía las llaves. Así que ahí fuimos, con dos carros de la compra vacíos y una linterna cada uno, hablando de nuestras cosas, ese día estaba ella muy animada. Llegamos junto a la puerta y según estábamos hablando, metió la llave en la cerradura, giró tres veces y luego usó otra llave para la segunda cerradura, que volteó dos veces. Al final se abrió la puerta y... enfocamos las linternas y... ¡qué susto!

Su padre había puesto un espejo justo a la entrada, con lo cual, todo el que abría lo primero que veía era a él mismo entre penumbras, esto, junto con la oscuridad reinante, hizo que viéramos toda la saga de fantasmas de la historia. A su agudo grito siguió el mío, más grave. Pero aún fue más grave que al mover el espejo, que no era más que una segunda puerta, apareció su padre... A mi se me cayó la linterna y mi amiga salió corriendo escaleras arriba seguida de su progenitor, que ni me miró, tampoco sé si me hubiera visto.

Yo me lancé tras ellos para ayudar a la única mujer de mi vida (es cierto, no había ninguna más viva, que yo supiera, y de las muertas sólo conocía a su madre, o sea, como si nada). Trepó por las escaleras y llegó a la planta de entrada, la cual tenía una trampa por si se colaba alguien en el edificio, para que no pudiera encontrar la escalera, pero sí el ascensor, el cual había trucado yo: el cable de seguridad no existía y el cable de tracción estaba cortado a falta de un solo hijo, con lo que si llegaba un "okupa" no admitido, subiría en el ascensor a ver si funcionaba y con su peso, el hilo se rompería y caería los cinco pisos hacia abajo hasta el último sótano del aparcamiento. Si no moría del trompazo, se quedaría allí encerrado, pues la puerta estaba bloqueada para que no pudiera abrirse.

Por desgracia mi única amiga no se acordaba que se lo había contado todo y al no ver al primer golpe las escaleras, saltó hacia el ascensor, que aguantó estoicamente su escaso peso, pero cuando su padre la siguió dentro... sí, tristemente se descolgó y cayó al vacío ante el alarido salvaje del padre y el aterrorizado de la hija. Duraron lo justo. Y dejó de oírse nada. Estaba de Dios que la niña se quedaría en eso, un bonito recuerdo, para una vez que iba a tener un amigo, poco me duró, pero aún menos le duré yo a ella; a fin de cuentas yo constituía un 8% de su corta vida, pero ella para mí, de haber vivido lo que me quedara, seguro que era mucho más ¡malditas matemáticas!

El almacén estaba abierto y lo otro no tenía solución, había que ser prácticos, así que me acoplé a mi nueva vida. Cambié de piso porque en el segundo había un frigorífico y cada semana bajaba a por algo de comida fresca. Hice un rápido cálculo revisando todo el almacén y deduje que tenía para varios años, hasta mucho después que me saliera la barba, aquello era un depósito de verdad. Y la energía procedía de una placa en la azotea, así que estaba asegurado el suministro de sol... Pero echaba de menos a mi amiga...

Alone again, natruly.



@ 2020, by Santiago Navas Fernández